10/1/15

Setecientos escalones (Sol de invierno, I)

Ya de vuelta, tras tres días la mar de aprovechados en muy buena compañía. Tres días con mucho sol (como en Madrid) y temperaturas muy suaves, de manga corta a medio día (no como en Madrid); lo contrario de lo que se imagina uno al pensar en el invierno a orillas del Cantábrico.

Para hablar del primer día, empiezo con una foto tomada el último: el monte Buciero desde el espigón del puerto de Laredo, donde dormimos ambas noches. Santoña queda a la izquierda, al abrigo del monte y fuera de encuadre. Lo que se ve es la mitad norte del monte, cuyos desplomes sucesivos tras siglos de embates del mar y de filtrarse el agua por sus entrañas calizas hacen que la ladera se corte a pico en acantilados de cientos de metros. Y la derecha del todo, semioculto por a bruma, sobresale el pequeño faro del Caballo.

Hay algunos senderos que permiten recorrer el monte, y por hacer la tarde en que llegamos algo distinto de lo que suelo las otras veces en que he venido aquí, lié al grupo para que diésemos una vuelta por el monte. La ruta más conocida lo rodea por completo, y va visitando una serie de plataformas que alojaban baterías de artillería, a las que se dio buen uso durante las distintas guerras contra Inglaterra y Francia de la Edad Moderna. La ruta se inicia junto al fuerte de San Martín, de la misma época, que se ve al echar la vista atrás, como en la foto.

 Al igual que otras colinas costeras calizas (y por ello de suelos relativamente secos, pese a su situación norteña) de la cornisa cantábrica, el monte está cubierto por una formación vegetal muy particular: el encinar cantábrico. Las encinas, de hojas largas y bastante suaves, nada que ver con las del centro peninsular, crecen muy apretadas y espesas, entremezcladas con arbustos portadores de frutos como sobre todo laureles, y aladiernos, madroños o labiérnagos. Y entre las matas mucha hiedra y mucha zarzaparrilla, formando una masa inextricable llena de currucas y petirrojos.

 En días claros como el miércoles, desde la ruta se ve muy bien el perfil de la costa hacia oriente: Laredo primero, y después la mole del Candina, donde cría la única colonia de buitres leonados asentada sobre cantiles marinos en vez de en el interior.

 Las propias laderas y acantilados del Buciero ofrecen también un espectáculo magnífico, y la verdad me arrepiento de no haber venido antes hasta aquí.

 Por fin, en el extremo norte del monte, tras una bajada empinada por la ladera, unas escaleras todavía más empinadas talladas directamente en el acantilado, dan acceso al pequeño faro del Caballo que se veía en la primera foto.

 Aunque la hora era temprana, el día (en enero, a fin de cuentas) iba ya de caída, y tocó decidir deprisa si bajábamos o no hasta el faro, cosa por la que nos decantamos al cabo sólo tres. La bajada, aunque dura (y más pensando en la subida), merece realmente la pena...

 ... desde luego más que el faro en sí, bastante modesto. Aunque todos los faros tienen un encanto especial, transmitiendo una sensación de soledad y de reciedumbre, de sentido de la responsabilidad, bastante particular.

Y ya de vuelta, casi de noche. Poco más de cien metros separan el puntal de Laredo a la izquierda de la no tan vecina Santoña, pues en realidad ir de un lugar a otro en coche suma cerca de 20 Km de carretera: ésta es la boca del estuario que se abre detrás y donde pasaríamos ya el día siguiente viendo pájaros, en lo que viene siendo mi plan normal cuando subo a estas tierras. Para mañana queda.

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